Les mando un ejercicio de las ecuaciones de Maxwell a mis alumnos. Me rasco la barba y pienso: “no saben ni quién soy”. Miro mi reloj de bolsillo, y mientras terminan, me dejo llevar por los recuerdos…
“James Clerk Maxwell. Desde que comencé la carrera de telecomunicaciones no dejaron de hablarme sobre él. Los profesores de física nos dieron el sermón, día tras día con sus ecuaciones, que construyeron la base fundamental para la transmisión de ondas electromagnéticas, y por ende, el pilar mayor de las telecomunicaciones de hoy en día. Y acabé odiándolo. No conseguía entender bien que significaba un rotacional o la divergencia. La relación de los campos eléctricos con los magnéticos me parecía la misma que la de una salchicha con un champiñón.
Y estaba jodido por ello.
Todo comenzó en 2012 cuando sin terminar la carrera, con 22 años, me ofrecieron un puesto para un grupo de investigación. Usaban métodos poco ortodoxos, y uno de ellos fue usarme como conejillo de indias para hacerme viajar al pasado. Mi misión era asistir a una conferencia de Maxwell en la universidad de Aberdeen, en la Escocia de 1854. ¿Por qué yo? Necesitaban a alguien que supiese sobre telecomunicaciones, pero no lo suficiente como para interferir con el pasado. Se equivocaron desde el principio…
Iba directo a la universidad, mientras me dejaba embriagar por el ruido de los transeúntes, tiendas en pleno bullicio matinal y puestos callejeros del siglo XIX. Entonces oí perfectamente como pronunciaban mi nombre. Me giré pensando que sería otra persona, pero vi como un joven se acercaba hacia mí a la carrera.
Corrí, pero me perseguía. Intenté evadirle en un callejón, aunque seguí oyendo sus pisadas detrás de mí. Me dijeron que no podía interferir en el pasado, pero ya lo había hecho atrayendo a aquel joven. Escuché disparos, y pensando que me disparaban me lancé contra el suelo, pero al oír un grito supe que no era a mí.
Retrocedí y observé cómo una persona saqueaba a otra en el suelo. Al verme, salió corriendo. En el suelo yacía un joven lleno de sangre, agonizando.
-Jaime, soy yo, James-me dijo.
-¿De qué me conoces?-le grité apartándome. No debía interferir, ¿cómo podía saber quién era yo?
-Hace tiempo… tú me enseñaste… cuéntame sobre el futuro... –dijo, y exhaló su último suspiro.
Entonces me percaté de su apariencia.
De su cara.
Yo no pertenecía a este tiempo, y al haber aparecido en este momento, había cambiado el transcurso de los hechos. Por mi culpa acababan de matar a Maxwell.
Acababan de matar las telecomunicaciones del futuro.
Tenía que arreglarlo fuese como fuese, y no sabía cómo. Si Maxwell no seguía vivo, el futuro no sería igual.
Dieciséis años después me encontraba suplantando su identidad. Me dejé barba para que así resultase más difícil reconocerme, ya que no le quedaba familia y los únicos que sabían de él apenas le recordaban. También conocí a una chica, Katherine, con la que me casé en 1858. No quería estar solo, y ya que había interferido, ¡qué cojones! ¡Interferiría en todo!
Intentaba recordar aquellas malditas fórmulas que tanto había odiado. Seguro que mis profesores de física se hubiesen reído de mi si me hubiesen visto. Oía su voz en mi cabeza: “estas fórmulas son muy importantes, haced especial hincapié en ellas”. Y yo sin acordarme.
Tuve que empezar a estudiar de nuevo, pero sin las facilidades que tuve cuando conseguía mi título. Tenía que desdeñar densos libros, con ideas absurdas y apenas legibles. Tratados griegos, romanos. Chácharas y verborreas que parecían pertenecer a un embaucador sacacuartos, que más que querer enseñar intenta inducir sus ideas a aquel que lo lee.
Poco me servía, así que tuve que empezar a demostrarlo todo desde el comienzo. Los principios los tenía, al igual que las ideas. Pero no las palabras ni las fórmulas necesarias para hacerme creer entre los científicos de la época. Podría haber vuelto a mi época, tan solo tenía que hacer una combinación en el reloj de bolsillo que siempre llevaba encima. Pero me daba miedo imaginarme lo que me depararía.
Me hice profesor para poder acceder a toda la información posible, y gracias a ello conseguí conocer a Michael Faraday, del que me hice gran amigo. Hasta aquel entonces, sólo le había conocido por los condensadores, pero a pesar de sacarme 40 años conseguí gran cantidad de información a través de él.
Katherine fue una gran ayuda para mí. Le conté la verdad desde un principio, y me creyó loco, aunque una parte suya me creía, y acabó ayudándome a conseguir mi propósit
A pesar de que tenía que desarrollar la teoría electromagnética, como astrónomo aficionado no pude evitar corregir a todos los pseudo-científicos de la época, demostrándoles cómo los anillos de Saturno estaban compuestos de asteroides, lo errónea que era la teoría nebular del Sistema Solar, y hasta conseguí fabricar una cámara a color.
Tras años de trabajo y artículos, en 1873 conseguí unificar toda la teoría electromagnética en la obra “A Treatise on Electricity and Magnetism”. Me había llevado 19 años conseguirlo, pero era feliz con mi nueva vida, aunque ya había cumplido. Quería volver a mi época, y tras hablarlo con Katherine, el 5 de noviembre de 1879, con 48 años, fingí mi muerte mientras vivíamos en Cambridge. Le había prometido a Katherine que vería el futuro conmigo, pero antes debía hacer algo…
1840. James Clerk tenía sólo 9 años, pero me escuchaba y aprendía como un adulto. Absorbía todo lo que le contaba sobre el futuro, día tras día, llenando su mente con ideas y pensamientos que nadie de su época comprendería. Estuve 6 años enseñándole, y cuando ya no pudo aprender más de mí, me marché. Katherine me esperaba.”
-Jaime, sal a corregirlo a la pizarra -le digo a un alumno.
-No sé hacerlo-me responde.
-Estas fórmulas son muy importantes –le increpo-. Haced especial hincapié en ellas.
Es el año 2011, y me estoy dando clases a mí mismo.